
Dejar que la vida fluya. Es así como es, como debe ser. Ahí, en la gracilidad de lo eterno, con el peso de los siglos, donde el alma es sostenida, resguardada, elevada, acogida. Donde era, aunque no sé, tan siquiera, si lo que fue no era sino, tan solo, un espejismo que perseguí y aún persigo. Y, aunque el viento de noviembre hiela el alma -porque la vida, cuando duele, aquella, se hace eterna-, siempre pienso que el camino es largo y que es amigo si se sabe andar; y que tal vez los sueños no sean un juego de azar; porque ese sueño sobrevive al espacio, al tiempo, a la muerte; y que en ese sueño en el que viajo, azaroso, lleno de obstáculos, todo es aventura y conocimiento. Un viaje que va más allá de su propio fin, que lo trasciende. Donde estás tú. El amor es un viaje, extraño, salvaje, en la búsqueda de la inigualable música que lo provoca. Fruto de una insaciable sed de música.
Kafka decía que es posible que alguien haya podido resistir el canto de las sirenas, pero nadie habría sobrevivido a su silencio.
Lo malo, lo absurdo, es sentirlo, y permitirse vivir en esos silencios. Por eso sigo mi sueño, y lo persigo. Una sonrisa, un segundo de ternura, el calor humano que sólo se puede encontrar en ese sitio, porque lo otro... Y ahí, vivir el sueño, ya no soñar, sino vivirlo, reír, sentir, ser…